
Por José Santelices.
Chile atraviesa una profunda crisis política e institucional. Los síntomas son múltiples y evidentes: el descrédito de los partidos, la fragmentación del Congreso, la inestabilidad de los gobiernos, la pérdida de confianza en las instituciones, y una ciudadanía que se siente cada vez más distante, indignada y desprotegida.
Esta situación no es casual ni pasajera. Es el resultado del impacto de un sistema político que, lejos de facilitar la gobernabilidad y la representación, actúa como un obstáculo para el desarrollo del país.
La actual arquitectura institucional chilena fue diseñada para un contexto muy distinto al que vivimos hoy. El presidencialismo rígido, combinado con un Congreso fragmentado y sin mecanismos eficaces de cooperación entre poderes del Estado, ha derivado en una parálisis legislativa crónica. Los gobiernos carecen de mayorías estables, los proyectos de ley se demoran años en ser aprobados o mueren en el camino, y la calidad del debate público se ha deteriorado. El parlamentarismo de facto y el hiperactivismo del Congreso —sin responsabilidad ejecutiva ni incentivos para la colaboración— son síntomas de una falla estructural.
A esto se suma un sistema de partidos que ha perdido coherencia y arraigo social. Las coaliciones son frágiles, construidas más por conveniencia electoral que por convicciones programáticas. El voto obligatorio con inscripción automática ha ampliado la participación electoral, pero también ha revelado el profundo desencanto ciudadano con la política tradicional. Hoy, más que nunca, la distancia entre representantes y representados parece insalvable.
La descomposición institucional ha alcanzado niveles alarmantes. Casos de corrupción como el «caso convenios» o el «caso audio», han dejado en evidencia no solo la vulnerabilidad del Estado frente a redes clientelares, sino también la ineficacia de los mecanismos de control y fiscalización. La política, en vez de liderar el proceso de reconstrucción institucional, parece sumida en un cortoplacismo patético, más preocupada de encuestas y redes sociales que de resolver los problemas estructurales del país.
Frente a este panorama, no basta con “mejorar la gestión” o hacer pequeños ajustes. Se requiere una reforma profunda al sistema político. Un rediseño que apunte a fortalecer la gobernabilidad democrática, restituir la confianza en las instituciones y hacer más eficiente la toma de decisiones públicas. Algunas medidas urgentes podrían incluir:
- Rediseñar el sistema electoral, limitando la fragmentación y permitiendo una representación más clara y funcional.
- Establecer mecanismos de responsabilidad política efectiva, como la censura constructiva, que obligue a los partidos a asumir las consecuencias de sus decisiones.
- Fortalecer los partidos políticos con normas claras de democracia interna, financiamiento transparente y control del nepotismo.
- Institucionalizar la evaluación de políticas públicas y la rendición de cuentas, incorporando estándares internacionales.
Reformar el sistema político no es una tarea sencilla ni popular. Requiere visión, generosidad y voluntad de construir acuerdos amplios. Pero postergarla es condenar al país a seguir atrapado en una espiral de descomposición institucional, ingobernabilidad y frustración social. Chile no puede permitirse seguir funcionando con un modelo que ya no da respuestas. La reforma política no es una opción: es una necesidad urgente y vital para la democracia.